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  • Foto del escritorCarlos Chernov

Amo

Uno nunca termina de asombrarse de las cosas que puede encontrar dentro de su propio culo. Todavía estoy impresionado por lo que le pasó a un ginecólogo, colega y amigo mío.

Dos meses después de la muerte de su mujer, a quien amaba con locura, mi colega tuvo una hemorragia anal extraña que no correspondía a las características de los sangrados habituales del tubo digestivo, se parecía más a una menstruación. Reacio a consultar, como casi todos los médicos, mi colega se examinó a sí mismo. Se sentó sobre la ducha del bidet, hizo correr agua caliente y se metió un dedo para investigar. Detectó en lo profundo del recto una formación maciza y dura, idéntica al cuello del útero, que mi amigo conocía a la perfección por haberlo palpado miles de veces. Su diagnóstico de que se trataba de la menstruación no tardó en confirmarse: la hemorragia se repetía cada veintiocho días. “Por lo menos soy regular”, se consolaba mi colega. Sabía que debía hacerse estudios para descartar un tumor de intestino, pero no quería que le descubrieran el útero: estaba convencido de que en sus entrañas albergaba el útero de su mujer. Digamos que el fallecimiento de su esposa lo había dejado bastante trastornado; simplemente, no soportó perderla. Yo, que llegué a conocerlos, siempre pensé que mi amigo la amaba en exceso. Ahora sentía que su mujer lo habitaba, como un fantasma habita un castillo; excepto que en lugar de arrastrar cadenas y asustar a las visitas agitando sábanas, mi amigo creía que su mujer se había metido dentro de su cuerpo. Inundado de dicha, se repetía que se amaban tanto que ni la muerte había logrado separarlos.

Dado que su mujer era extraordinariamente fogosa, para complacerla, mi colega comenzó a involucrarse con hombres. Cualquiera hubiera dicho que mantenía relaciones homosexuales, excepto él, para quien su culo era la vagina de su mujer. Lógicamente, que otros hombres hicieran el amor con su mujer a sus espaldas lo volvía loco de celos, pero debía resignarse: él no podía satisfacerla. Su pene no poseía el largo suficiente como para doblarlo hacia atrás e introducírselo en su propio ano, (prodigio o aberración del cual observé un solo caso en mi dilatada carrera profesional) y, por supuesto, mi colega no quería privar a su esposa del placer que más disfrutaba.

Cuando la regla se le retrasó dos semanas, el ginecólogo decidió hacerse un test de embarazo. Nunca supo quién era el padre, en sus relaciones amorosas se había conducido con notable promiscuidad. Los primeros meses la panza progresó como un embarazo normal, pero en el segundo trimestre el ritmo se aceleró de manera insólita. El ser que anidaba en su cuerpo adquirió un tamaño tan desmesurado, que mi colega se dio cuenta de que no podría parirlo por ningún agujero natural o artificial. Ni la cesárea más extensa sería suficiente para extraerlo de su vientre. Comprendió que estaba condenado a morir, pero no le importó. Al contrario, en una actitud de entrega sin límites, para sostener el crecimiento de su hijo, comía con terrible voracidad. Se instaló en la casa de su madre, necesitaba que alguien lo alimentase. Tomaba ocho comidas por día, aumentó casi cincuenta kilos. Lo visité una sola vez, fue todo lo que aguanté. El estado de su cuerpo deformado por la gordura contrastaba con su expresión de bienaventuranza. Irradiaba un aura de felicidad luminosa que nunca había visto en un rostro humano.

Cierta mañana no logró levantarse de la cama, estaba muy débil; a pesar de la gran cantidad de nutrientes que le aportaba, su hijo también le consumía las proteínas del organismo. Mi amigo perdió buena parte de su masa muscular, sus piernas y brazos quedaron flacos y encogidos como las alas de un pollo desplumado. Sentía los huesos tan endebles que temía fracturarse con sólo apoyar un pie en el suelo. Al cabo de un tiempo tuvo que dejar de comer. El hijo ocupaba todo su interior, a duras penas conseguía expandir sus pulmones para respirar. En pocos días murió asfixiado.

Y aquí viene un detalle realmente difícil de creer: el cadáver se conservó casi dos semanas sin descomponerse. Algo inexplicable detenía la corrupción. Obedeciendo las instrucciones de mi colega, la madre cuidó del cuerpo hasta que concluyó el desarrollo del hijo, que al final resultó ser una hija. La madre no estaba del todo convencida, pero como notaba que el feto continuaba moviéndose y creciendo a expensas de la materia que quedaba por consumir, optó por esperar. La señora me contó que a los nueve meses la hija rasgó con las uñas la piel apergaminada y traslúcida del vientre de su padre. Era una niña de un metro veinte de altura y treinta kilos de peso. Mi amigo se redujo a una cáscara seca, sólo reconocible por el rostro; un cuerpo vaciado de vísceras, literalmente piel y huesos. Los que la vieron años más tarde dicen que la hija es idéntica a la esposa del ginecólogo, un duplicado perfecto. En un verdadero sacrificio por amor, el marido había logrado resucitar a su mujer.


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