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  • Foto del escritorCarlos Chernov

La exasperación de los genes

Thou wast not born for death, immortal Bird!

Ode to a nightingale, John Keats



Hace unos años me ahogué en el mar. Estuve diecisiete horas muerto y resucité. Mi novia me había dejado y estaba muy deprimido; nadé mar adentro hasta que se me acabaron las fuerzas y se me acalambró el estómago. La marea me trajo a la playa a la mañana siguiente, con los pulmones llenos de agua y el cuerpo pálido e hinchado. Algún pez, por suerte no muy grande, me había mordisqueado los dedos del pie izquierdo, todavía tengo las cicatrices. Tosí y escupí parte del agua que me encharcaba los pulmones. Me levanté de la arena y crucé la playa hasta la calle, donde me desmayé por el agotamiento. Me llevaron al hospital. Por supuesto nadie me creyó. Dijeron que casi me ahogo, que tuviera más cuidado. Se lo conté a mi exnovia. Ya no sabés qué inventar, me dijo riéndose. Mis amigos empezaron a llamarme “El zombi”.

Aparecieron otros casos de personas que resucitaron, en general publicados por revistas sensacionalistas, pero ningún medio “serio” difundía esas noticias y, obviamente, los médicos ni se ocupaban de ellas. Hasta que una famosa actriz, protagonista de una serie de televisión, resucitó en el coche fúnebre camino al cementerio. Algunos lo interpretaron como una maniobra publicitaria de mal gusto, aunque el certificado de defunción había sido firmado por dos médicos prestigiosos. Por suerte, la familia no había permitido que le hicieran la autopsia: eso la habría matado definitivamente. Ahora se sabe que, para revivir, el cuerpo debe estar casi indemne; al menos en apariencia.

Se habló de catalepsia, pero los médicos no lograron ser convincentes cuando la actriz contó que ella era el quinto miembro de su familia que resucitaba, todos de la rama paterna. A sus familiares nadie les había prestado demasiada atención; pero era una estrella, y la televisión le dio una cobertura formidable a su caso. Detrás de ella nos alineamos resucitados de todo el mundo, deseosos de demostrar que habíamos dicho la verdad. Yo no tenía testigos ni demasiadas pruebas, pero ávida de hechos sobrenaturales, la gente que me rodeaba aceptó el milagro, el único ocurrido en mi ciudad. Me convertí en un hombre famoso.

Se lo llamó el acontecimiento más importante de la historia de la humanidad: la muerte había dejado de ser un evento universal e inexorable. Aunque parcialmente, había sido derrotada.

Los científicos dedujeron que había ocurrido una mutación genética, lo bautizaron gen Lázaro. Los institutos de genética humana estudiaron el genoma de todos los casos de resurrección, entre ellos, el mío. Aunque todavía no habían identificado el gen y los investigadores no sabían qué debían buscar, los que podían pagarse el estudio se anotaban en las listas de espera de los institutos para que examinaran su genoma. Todos querían saber si eran inmortales. Los que no tenían el dinero o la paciencia para esperar el estudio se sometían a las pruebas más arriesgadas, aunque siempre cuidándose de conservar la integridad corporal: envenenamientos, sofocaciones, fallos cardíacos inducidos con potasio y, sobre todo, intoxicaciones con sedantes. Muchos de ellos eran enfermos depresivos que encontraban en su curiosidad imperiosa un pretexto para sus intentos de suicidio. Por fin, después de años de investigación, uno de los institutos logró aislar el gen Lázaro y se pudo determinar quiénes eran sus portadores. El instituto certificó que yo era uno de ellos y la historia de mi resucitación quedó avalada por la ciencia.

Existían dos hipótesis acerca de la aparición del Lázaro. Los científicos lo interpretaban como una simple mutación producto del azar. Una mutación exitosa que engendraba cuerpos que podían resucitar. La segunda hipótesis, de carácter conspirativo, atribuía a los genes una especie de voluntad o inteligencia colectiva. Decía que ya no se conformaban con reproducirse: querían vivir más. El gen que moría era idéntico al que se había transmitido al cuerpo de sus descendientes, pero no era el mismo. Como si los genes hubieran desarrollado una conciencia individual. Aunque idénticos entre sí, a la vez eran únicos, y querían vivir todo el tiempo posible dentro de los cuerpos que habían diseñado. A pesar de que la ciencia la había tildado de ridícula, esta hipótesis contaba con mucha aceptación. Por supuesto, la creencia más popular era la religiosa, que interpretaba la resurrección de la carne como un signo del advenimiento. La llegada de un Mesías.

La propagación del Lázaro dependía de la participación humana. Era más un fenómeno social que biológico. Algunas familias de millonarios hacían alarde de riqueza comprando un caballo o un perro portadores del gen Lázaro. Más sensatos, algunos gobiernos aplicaban el programa a especies en peligro de extinción. Pero entre los humanos, el ansia de que los hijos tuvieran siete vidas como los gatos hizo furor. Todos querían reproducirse con portadores del gen Lázaro. Leí que la tasa de natalidad de los países desarrollados, cuyo descenso preocupaba a las autoridades, había aumentado en forma vertiginosa. La difusión del Lázaro había sido mucho más eficaz que las estrategias de los gobiernos. Tener hijos se puso de moda.

En esa época yo trabajaba en una compañía de seguros, tenía un buen sueldo, pero unos amigos me convencieron de que ser un Lázaro dejaba enormes ganancias. Uno podía hacerse millonario.

Sin renunciar a mi trabajo, empecé a atender a mujeres que me pedían que las embarazara. Era un servicio caro que, además, en ocasiones causaba la ruptura con sus parejas. No tenía por qué resultarles tan costoso. Existían bancos de esperma que certificaban el origen del material ante un escribano público y la inseminación artificial era mucho más económica, pero algunas mujeres desconfiaban y preferían la relación de cuerpo presente. El servicio se recomendaba boca a boca, no estaba legislado ni pagaba impuestos, sólo se lo condenaba desde los púlpitos de todas las religiones. Muchos hombres no soportaban que otro embarazara a sus parejas, pero para algunas mujeres este era un problema menor. Los hombres dejaban de importarles: nada se equiparaba a ser madres de un semidiós capaz de resucitar. Preferían criar a sus hijos solas. Entre los hombres el abanico de reacciones era muy amplio. Algunos maridos colaboraban plenamente con sus esposas, otros no reconocían a estos hijos, algunos iban más lejos: enfurecidos, en un ataque de celos, atacaban al Lázaro que la había embarazado.

Durante unos meses recibí a una mujer por noche. Gané mucho dinero. Contraté una secretaria que me mostraba videos de mis futuras clientas -conocía mis gustos- y les cobraba por adelantado. Sin embargo, al poco tiempo empecé a cansarme de la vida que llevaba. Aunque el sexo es para mí el placer supremo, conocer a una mujer distinta cada noche me agobiaba. Pensaba que a los jugadores de fútbol les debía de ocurrir algo parecido; aunque el juego los apasionara, al convertirse en un trabajo perdía todo su encanto. Me comparaba con jugadores de fútbol, pero en el fondo me sentía como una puta. Empecé a espaciar los encuentros, los dejé para las noches en las que realmente tenía ganas. Pero también me sentía solo, ninguna mujer aceptaba que yo tuviera relaciones con otras; yo mismo no habría aceptado a esa mujer, nunca estuve de acuerdo con las parejas abiertas. También me perseguía un dilema moral. No tenía que hacerme responsable por el éxito de la concepción, pero mis clientas me daban pena. La mayoría tenía que hacer varios intentos hasta conseguir el embarazo, quedaban endeudadas o con hipotecas sobre sus casas. Y como no se podía experimentar con situaciones letales para ver si el hijo resucitaba y el estudio del genoma era muy caro, las madres permanecían en una desgraciada incertidumbre.

Me sentía egoísta: había recibido un don y no lo compartía. Pensé que todo el mundo tenía derecho a esa especie de vacuna que los inmunizaría contra ciertas formas de muerte. Abandoné la lujuria y la codicia y empecé a vender mi semen a un banco de esperma que lo distribuía a un precio razonable. Siempre supe que era un hombre de familia; quería casarme y tener hijos. Me enamoré de una mujer que también era portadora del gen Lázaro. Había muerto en un incendio junto con su hijo de tres años. Estaban en un departamento en llamas y murieron asfixiados por el humo. Ella resucitó en la mesa de la morgue; su hijo no. Vino a buscarme: quería tener hijos que no se murieran. No me molestó que fuera una conquista deliberada, ella me gustaba mucho. Le habían quedado algunas secuelas de su muerte: la falta de aliento y una voz ronca que me resultaba muy atractiva. Sentía que sus besos olían a humo. A veces me despertaba en medio de la noche y la encontraba llorando en el living, con la cara pegada a la pared -le daba vergüenza llorar. Eran unos gemidos secos y planos, casi silenciosos, me daba cuenta de que estaba llorando por la agitación de su espalda. Se acordaba de su hijo. Esto duró hasta el primer embarazo. Desde entonces cambió, estaba llena de esperanza.

Tuvimos un varón y una nena. Trabajábamos y criábamos a nuestros hijos; además recibíamos un dinero extra del banco de esperma por mi semen. Fue una etapa feliz de mi vida, pero no duró mucho. Nuestros hijos se desarrollaron en forma prematura y a una velocidad que nos desconcertó. De un día para otro se convirtieron en adolescentes, hasta ese momento habían sido chicos normales. Nos angustiaba la discordancia entre sus miradas infantiles y sus cuerpos casi adultos. Después nos enteramos de que esto sucedía regularmente cuando ambos padres eran Lázaros. Nuestro hijo empezó a eyacular a los diez años y la nena tuvo su primera menstruación a los nueve. El pediatra ignoraba la causa de esta anomalía. Nos dijo que la consecuencia más grave sería que, con semejante empuje hormonal, a nuestros hijos se les soldarían los cartílagos de crecimiento antes de tiempo y no tendrían la altura que habrían alcanzado en condiciones normales. Evidentemente, este trastorno era tan nuevo que los médicos aún no sospechaban sus horribles consecuencias.

A mi esposa y a mí nos impresionaba el cuerpo fornido y peludo de nuestro hijo y los grandes pechos de nuestra hija. El olor agrio de su transpiración era insoportable. Al principio lloraban muy seguido porque los chicos de la escuela se burlaban de ellos. Nuestro hijo se convirtió en un alumno con graves problemas de conducta: desobedecía a los maestros, aprovechaba su corpulencia para pegarles a sus compañeros. Pero eso no era lo peor, entraba al baño de mujeres, acorralaba a las niñas y las manoseaba. En una ocasión lo sorprendieron a punto de violar a una de sus compañeras. Nuestra hija tenía conductas similares, la encontraron en el baño de hombres haciéndole una felatio a uno de los chicos. Los echaron de dos colegios en pocos meses. Mi mujer y yo decidimos que no podían seguir yendo a clases, pero el problema no se solucionó aislándolos en casa: se buscaban para tener sexo entre ellos. Aunque los encerrábamos con llave en sus habitaciones, se las arreglaban para salir. No podíamos dejarlos solos. Tuvimos que pedir licencia en nuestros trabajos. El varón se luxó un hombro de tanto pegar topetazos contra la puerta de su cuarto. Decía que su hermana era irresistible, que tenía un culo bulbo. Repetía una y otra vez lo del culo bulbo como si con eso explicara todo. Nunca supe a qué se refería, me imaginaba formas de lamparitas o de tulipanes; tal vez mi hijo era muy ignorante y creía que así se decía “vulva”. Nuestra hija asentía, parecía orgullosa de que su hermano hablara así de su culo. En algún sentido tenía razón, cuando salía a la calle exudaba una atracción animal que enloquecía a los hombres. Supongo que sería como el arquetipo platónico del culo, excepto que despertaba impulsos para nada platónicos. Pronto se difundió el rumor de que nuestros hijos eran monstruos sexuales. En parte se debió a que comenzaron a aparecer otros casos de descendientes de padres Lázaros. La televisión se llenó de mesas redondas donde médicos y religiosos opinaban sobre el tema.

Los mandamos a colegios disciplinarios, una especie de reformatorios para chicos indomables. Hasta entonces ni siquiera sabíamos que existían. Por supuesto, no eran mixtos. Nuestros hijos vivían allí, nos permitían visitarlos una vez por semana. Fue un completo fracaso, tuvimos que sacarlos al poco tiempo. El varón se peleaba con sus compañeros y pasaba los días en la enfermería; nuestra hija se deprimió, no hablaba y se negaba a comer.

Los trajimos a casa. Se escaparon. Nuestra hija volvió embarazada, tenía diez años. La hicimos abortar a la fuerza, eso nos costó la relación con ella, estaba desesperada por tener al bebé. Nos empezó a llamar asesinos, se quedó en casa sólo porque no tenía dónde ir. Al varón lo trajo la policía. Pusimos una puerta blindada en su cuarto y rejas en las ventanas. A veces lograba hablar con él, nos queríamos mucho, mi hijo entendía que su estado era anormal, pero no podía controlar sus impulsos. Se masturbaba continuamente. Al poco tiempo nuestra hija escapó y se embarazó de nuevo, pero no vino a comunicárnoslo con la felicidad inocente de la primera vez; nos dimos cuenta porque estaba sospechosamente tranquila. Se acariciaba el vientre durante horas en estado de éxtasis. A pesar de la dolorosa impresión de ver a una niña embarazada, una parte mía muy primitiva se alegraba de que mi hija trajera otra vida a este mundo. Odié esa parte mía con todas mis fuerzas. El embarazo nos dio un respiro, nuestra hija se quedó en casa, no tuvimos que vigilarla por un tiempo. Con nuestro hijo las cosas fueron muy distintas.

En una de mis visitas a su habitación, me golpeó la cabeza con una pata de la cama. Le habíamos quitado todos los elementos con los que podía atacarnos, no pensamos en las patas de la cama. Casi me desmaya. Pude atraparlo antes de que se escapara. Lo internamos en una clínica psiquiátrica, en una habitación aislada. Lo mantenían sedado todo el tiempo. Dormía entre dieciocho y veinte horas por día, lo despertaban sólo para comer. Una terapeuta muy gorda y grandota lo sostenía abrazado, casi aupado, mientras otra lo alimentaba en la boca de a cucharadas como a un bebé. El director de la clínica nos explicó que trataban de curarlo llevándolo a una regresión profunda y que en ese estado reformarían su personalidad. Mi mujer y yo no teníamos mucha fe en el tratamiento, pero nos parecía injusto no intentarlo todo. En un descuido del personal, escapó de la clínica por una banderola de la puerta de la cocina. Encontraron muchos comprimidos de medicación entre las sábanas, había aprendido a simular que los tomaba. Acababa de cumplir doce años.

La policía no conseguía localizarlo. Nadie sabía dónde se escondía. Cuando lo encontraron estaba muy sucio y andaba armado con un cuchillo que usaba para amenazar a sus víctimas. Nuestro hijo dejó un reguero de mujeres violadas, después nos enteramos de que varias quedaron embarazadas. Como actuaba casi siempre en la misma zona, se formaron grupos de vecinos para vigilar las calles. Una noche lo pescaron en plena violación, estaba abrazado a una chica y no la soltaba; tardaron en separarlos. A pesar de que ya lo habían capturado, siguieron golpeándolo con saña. El forense dijo que murió por lesiones en los órganos internos. El reconocimiento del cuerpo fue uno de los momentos más terribles de mi vida. Desde que se había confirmado la existencia de personas que podían revivir, los muertos eran depositados en nichos no refrigerados, provistos de una campanita que se ataba a la muñeca del supuesto cadáver. Cualquiera podía ser portador del gen Lázaro e ignorarlo. Mi mujer esperaba que resucitara, yo no tenía casi esperanzas: lo habían destrozado. Aunque no éramos practicantes de ninguna religión, rezábamos todo el día con lo que poco que nos acordábamos de lo que nos habían enseñado en la infancia. No nos movimos de la morgue hasta que el forense lo declaró irreversiblemente muerto.

Después del funeral, mi mujer desapareció por unos días. Al volver me confesó que había querido matarse. Nuestra hija y el primer nieto no disminuían para nada su sufrimiento. No lo había hecho porque la aterraba el dolor físico, no se animaba a tirarse de un edificio ni debajo de un tren. Prefería la muerte por tranquilizantes, pero el Lázaro la hacía inmune. La entendía perfectamente, yo también quería suicidarme y no me atrevía. Al final, tuvimos que quedarnos vivos.

Cuando pensaba en la trampa de los genes -tentarnos con la promesa de la inmortalidad para luego reproducirse de manera desenfrenada-, venía a mi mente la imagen de una bomba atómica que cae vertical y luego se expande sobre una gran superficie. Supuse que habría un crecimiento exponencial de hijos de Lázaros que, en algún momento, serían mayoría. El planeta quedaría poblado por humanos de escasa estatura y gran precocidad sexual, cuyo único interés sería engendrar la mayor cantidad de hijos posible. La ideología de muchas religiones coincidía con los objetivos de los genes: ambos rechazaban cualquier intento de control de la natalidad.

Los gobiernos todavía no habían votado leyes para obligar a la castración eugenésica. Lo mío fue una decisión personal. Someterme a la castración me trajo cierto alivio. Había algo enfermo y contagioso dentro mío que no iba a seguir propagando. En lugar de mis testículos me colocaron unas prótesis de siliconas flexibles y globulosas, una imitación muy parecida a los originales.

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